miércoles, 1 de octubre de 2008

La particula de Dios


En el corazón de la materia
Si caváramos un hoyo de 100 metros de profundidad nos toparíamos con un escenario digno de las guaridas subterráneas de los villanos de James Bond. Un túnel de tres metros de diámetro, con alumbrado chillón, desaparece en la distancia describiendo una curva, y se interrumpe cada pocos kilómetros por recintos de gran altura, repletos de pesadas estructuras de acero, cables, tuberías, imanes, alambres, ductos, pasarelas y artefactos enigmáticos.
Todo este inframundo tecnológico es un enorme instrumento científico, específicamente un acelerador de partículas: la cerbatana atómica más poderosa jamás construida. Llamado el Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés), su propósito es simple pero ambicioso: descifrar el código del mundo físico, descubrir de qué está hecho el universo; es decir, llegar al verdadero fondo de las cosas.
En algún momento de los próximos meses, dos haces de partículas correrán en direcciones opuestas por el túnel, que forma un anillo subterráneo con una circunferencia de unos veintisiete kilómetros. Las partículas serán guiadas por más de mil imanes cilíndricos superenfriados, unidos como una tira de salchichas. Los haces convergerán en cuatro sitios y las partículas chocarán unas contra otras a velocidades muy cercanas a la de la luz. Si todo sale bien, los violentos choques transformarán la materia en grandes estallidos de energía, que a su vez se condensarán formando varios tipos de partículas fascinantes, algunas nunca antes vistas. Esa es la esencia de la física de partículas experimental: estrellar unas cosas contra otras, y ver qué otras surgen.
Todos esos montones de equipo distribuidos a través del túnel se encargarán de analizar lo que resulte de las colisiones. El más grande, ATLAS (Aparato Toroidal del LHC), tiene un detector de siete pisos de altura. El de mayor peso, CMS (Solenoide de Muones Compacto), pesa más que la Torre Eiffel. “Para buscar lo más pequeño, lo más grande es mejor”, podría ser el lema de la Organización Europea para la Investigación Nuclear, mejor conocida por su acrónimo CERN, el laboratorio internacional que aloja al LHC.
Suena peligroso y, de hecho, lo es. Fue una medida prudente construir el LHC en un túnel. El haz de partículas podría agujerar prácticamente cualquier cosa, aunque la víctima más probable sea el aparato mismo. De hecho, ya ocurrió un desastre menor: un imán se zafó de su soporte durante una prueba en marzo de 2007. Desde entonces, se han tenido que modificar 24 imanes para arreglar esta falla en el diseño. Los encargados del LHC no están precisamente ansiosos por hablar de todo aquello que podría salir mal, quizá porque el público tiende a pensar que unos científicos locos podrían crear accidentalmente un hoyo negro que se trague a la Tierra.
Pero, entre los temores, el más factible es que el colisionador no logre encontrar aquellas cosas que según los físicos se ocultan en el sustrato profundo de la realidad. Una máquina tan grande debe producir ciencia en grande, grandes respuestas; algo que genere no sólo titulares en la prensa, sino también algunas partículas interesantes. Pero incluso un esfuerzo de tal magnitud no va a responder todas las preguntas importantes sobre la materia y la energía. Es imposible. Esto se debe a que la física de partículas nos ha enseñado una verdad esencial: la realidad no revela sus secretos fácilmente. En otras palabras, el universo es un hueso duro de roer.